Donde van a parar los borradores, la imperfección, lo incompleto... a la última hoja de mi libreta...

domingo, 22 de diciembre de 2013

Carta de Dante a Beatriz.

Mi amada Beatriz:

Me levanto en luna llena sintiendo tu ausencia y me digo a mí mismo que no aguanto más. Cojo una pluma y un trozo de papel para escribir, usando mi sangre cuajada como tinta y dubito en mi negro cuarto, tanteo entre los sombríos muros, y me arrincono en una oscura esquina donde susurro mis penas a mi única compañía. Ya ni mi sombra responde a mis preguntas, y se aleja igual que la luz de la luna que entra por la ventana.
Te pido amor mío que me mandes tres besos impresos en papel: uno para aplacar la agonía que oprime mi pecho impidiéndome respirar; otro para sellar las heridas de mi corazón, que más que un órgano parece una mancha de tinta, oscuro y líquido, ni hambre ni sed, y mucho menos sueño siente ya este triste y decadente caballero cruzado. Y el último, el último beso lo guardaré a mi lado en un abrazo eterno, y me regocijaré en su textura, me extasiaré en las sonrosadas arrugas de tu carmín cereza y extraeré del papel muerto la vida del olor de tus labios.
Pues si en fuegos divinos he de arder, arderé. Y si en el más muerto hielo del infierno he de helarme, me helaré. Y si a Lucifer he de servir toda mi otra vida, le serviré. Y así como la suave brisa de las mañanas de primavera traen la imagen del olor a naranjas de tu piel lisa a mi mente, esta carta llegará a ti de mi mano, pues abandonaré la pluma y el papel, e iré a buscarte empuñando mi guadaña como un salvador capaz de arrebatar la muerte a la vida misma

Por siempre tuyo:

Dante Alighieri.

martes, 24 de septiembre de 2013

El mundo pintado.

Bajo las nubes negras de las refinerías, sobre el lecho de podredumbre del desecho humano, en una ciudad alejada de la historia; vive una niña infeliz a la que solo le queda soñar para poder escapar del mundo en que vive.

Con el cuerpo lacrado y su inocencia hecha jirones, busca día a día comida junto a las ratas para evitar que su madre, quien solo tiene ojos para la bebida, acabe por morir de hambre. Su padre, tiempo atrás un buen hombre, se ahogó en deudas y decidió gastar lo poco que le quedaba en una soga.

La niña, sin poder articular palabra alguna por el trastorno de su desdichada vida, camina cada día por las calles de la vergüenza mientras observa al elegante gentío que las transita. Su mirada, que aún conserva algo de curiosidad, se detiene en los pequeños detalles: el perfumista de la tienda de la esquina, con su bigote elocuente y extravagante, que intenta constantemente engañar a mujeres que desean sobre todas las cosas la juventud eterna; el ciego de delante de la cloaca, que sostiene constantemente una lata con la esperanza de que un día entre en ella más dinero del que sale; el mercader ambulante, quien vende cosas tan extrañas como útiles, y quien siempre tiene su enorme macuto lleno de tesoros de otros mundos; el juguetero, que explota a su joven empleado con la insulsa promesa de que, trabajando para él, conseguirá pagar una muñeca de porcelana con la que podrá demostrar su amor a la muchacha que le roba el sueño por las noches.

Pero quien más llama la atención a la pobre niña es el dibujante que vive dos calles más arriba del lugar al que antaño llamaba "hogar". Siempre que mira a través de su ventana le ve dibujando y pintando lugares extraordinarios, muy alejados de la realidad en que ella vive.
Un día, la casualidad quiso que el dibujante la viera fisgoneando a través de la ventana y, ávido de poder, la llevó dentro de su casa, donde hizo añicos lo poco que quedaba de inocente en la niña. Cuando se dio por satisfecho la tiró fuera, junto a la lluvia de ceniza negra, donde pasó largo rato sin inmutarse. Quizá, hace dos años hubiera llorado, pero en su diminuto cuerpo lacrado ya no quedaba una sola gota más que pudiera derramar.

Para sorpresa de la niña, cuatro hombres enormes y musculosos se dirigieron hacia ella con actitud iracunda. Sin embargo no era a ella a quien buscaban: aquel grupo de hombres buscaba al dibujante. Sin conciencia y ahora también sin vida, el dibujante yacía junto a la niña. Entonces ella se levantó junto al dolor punzante de sus muslos y se dirigió hacia dentro de la casa, para poder así ver las ventanas de pintura que el dibujante había conseguido crear.
 
Casi sin saber por qué, la niña cogió las pinturas del dibujante, se puso de cuclillas y empezó a verterlas por el suelo haciendo pequeños montones de color. Acto seguido, cogió un pincel y comenzó a pintar en un lienzo blanco y limpio. Era tan blanco y tan limpio, que lo primero que le vino a la cabeza fueron campos nevados tan extensos que nadie jamás pudiera encontrar el camino de vuelta si se perdía en ellos. 
 
Dibujó líneas que dieron forma a colinas de nieve espesa, dio pinceladas de color que se transformaron en abetos y aves. Con pequeños roces de un azul grisáceo creo ráfagas de viento que desviarían la polución en que vivía, y con marrón y negro creó un gigantesco oso pardo que actuaría como el guardián de las colinas nevadas. Y en mitad del cuadro, justo en lo alto de la más alta de las colinas, un castillo; en el que la niña viviría feliz y sola. 
 
Toda manchada de pintura y hollín, fue corriendo al cuarto del dibujante donde recordaba haber visto una muñeca de trapo tan sucia y triste como ella. La vio sujetada por una mano inerte no más grande que la suya, se la arrebató, y volvió corriendo para contemplar el mundo que ella misma había pintado.

Se quedó allí contemplándolo hasta que por fin sintió como la nieve le enfriaba las mejillas, y como el viento zarandeaba los abetos y llevaba el rugido del guardián de las colinas nevadas hasta su ventana, desde donde podía vigilar su blanco y solitario mundo pintado.

domingo, 28 de abril de 2013

Soneto a la Altivez.

Qué triste es el hombre sin su confianza.
Si pierdes la fe, en el olvido caerás.
Vagarás mudo, frío y sin templanza
y mucho más solo de lo que ya estás.

No habrá entonces seda que toque al carbón,
ni una nube que mire altiva al roble,
ni una gitana que maldiga a un noble,
ni un sacerdote que absuelva una pasión.

Tu mirada oscura en mí estás hundiendo:
(se me clava en el pecho tan profunda),
(me deja el alma ajada y moribunda),

y en tono de ignorancia voy diciendo:
-me pregunto dónde y con quién estarás.
-Ojalá yo fuera él, me querrías más.

lunes, 22 de abril de 2013

Soneto de Oz.

Al final de un camino de adoquines,
cruzando arroyos y colinas sin fin
con carpas y pájaros parlanchines,
se alza entre podredumbre y hielo un jardín.

Allí reina un joven que toca el violín,
salta un espantapájaros bailarín,
se ahoga llorando sin valor un león
y un hombre de hojalata sin corazón.

El muñeco danza descerebrado,
el animal suplica por su valor
y el caballero se arrastra apenado.

El joven quiere escuchar a un ruiseñor
de su reino muerto y abandonado,
que le cante al oído qué es el amor.

domingo, 21 de abril de 2013

El buscador de tormentas.

En un lejano pueblo del sur, donde la lluvia se evapora antes de nacer, el viento solo canta en clave de brisa, y la nieve no existe; vive un joven muchacho con el corazón vacío de ilusiones. Como casa; cuatro maderas sujetas a unas cuerdas. Como juguetes; poco más que una piedra y una rama de árbol seca.Y como familia; siquiera la luna, donde un vagabundo errante le dijo que estaban sus padres, le mira por las noches.

Un día de sol como cualquier otro de aquel lugar, decidió coger una madera de su casa, la cuerda que la sujetaba, la rama seca con la que jugaba y la piedra. Las metió en un macuto humilde y ajado que guardaba desde que la memoria le permitía recordar, y se dispuso a seguir el camino de tierra que llevaba a tierras lejanas, tierras en las que hacía tiempo, de boca de un vendedor ambulante, escuchó que habían tormentas.

El joven muchacho estaba cansado del sol y la brisa, del buen tiempo y del susurro enmudecido del agua del mar, quería ver como el viento se arremolinaba y levantaba árboles y ciudades enteras, quería ver como la lluvia se lleva lo malo y deja solo mantos verdes sobre las colinas, y quería ver como un rayo le acariciaba suavemente el pelo mientras él se dormía oyendo el canto de los truenos.

El camino solo tenía una dirección, pero cuando decidía dar a luz a un nuevo sendero, el muchacho siempre escogía el oeste.

Apenas pasaron unos días y, alimentándose de los frutos que daba un naranjo, ya atrás en el camino, encontró por casualidad a un vagabundo: el mismo que hacía años le había contado que sus padres estaban junto a la luna. Le dijo buenos días, y el muchacho respondió con educación. El vagabundo descansaba bajo la sombra de un árbol, con la pierna tan hinchada que no podía moverse, y vio que el muchacho tenía una tabla de madera larga con la que él podía apoyarse y llegar hasta una ciudad donde recibir ayuda, así que se la pidió. Sin escatimar tiempo, el joven se quitó de la espalda la tabla de madera que una vez le sirvió de techo, y se la ofreció al vagabundo, que emprendió su camino usando la tabla como apoyo para no utilizar su pierna herida.

El muchacho se sentía ahora más ligero sin el peso muerto del madero. Podía ir más rápido hasta unas montañas repletas de nieve que veía lejos, casi fundiéndose con el horizonte. Con paso suave, pero decidido, comenzó a correr. Corrió sin parar un solo momento hasta que por fin pisó la nieve que caía en la falda de una de aquellas montañas. Al mirar al cielo vio como caía sin cesar nieve que se arremolinaba con un fuerte viento que le hacía perder el equilibrio. Pero aquello no era lo que él buscaba.

Dejó atrás las montañas y siguió el camino hacia el oeste, hasta encontrarse con unas gigantescas paredes de roca que no le dejaban ver la luz de sol: estaba en el fondo de un desfiladero. Decidido, se adentró sin miedo en aquel lugar. A mitad de camino, una enorme águila descendió desde su nido para atacarle. El muchacho se impresionó, de cerca el águila era veinte veces más grande que él; si le conseguía alcanzar con las enormes garras que tenía, le arrancaría la piel en un abrir y cerrar de ojos. Sacó la rama seca y la piedra que antaño le abstrajeron de la desdichada vida que llevaba, y las usó para defenderse. Al golpear al águila con la rama, esta se partió, y al arrojarle la piedra, esta se perdió. La enorme ave se alejó volando y regresó a su nido. El niño continuó por el angosto sendero hasta conseguir salir.

Descendiendo por el camino hacia el oeste, se topó con un desierto más caluroso aún que las tierras del sur de las que había venido. A medida que se adentraba, el viento empezaba a arremolinarse y a formar pequeños tornados de arena. El muchacho pensó que vería una tormenta despiadada y feroz si esperaba un poco más, así que se ató por la cintura la cuerda que le había servido una vez de sujeción para su tejado, y la anudó bien fuerte a una roca. La tormenta fue majestuosa, levantaba cactus centenarios con ráfagas de viento que podían verse a simple vista. Pero no era lo que el joven buscaba. Aquella tormenta estaba vacía, no tenía el calor que él pensaba que debía tener el azor que no conseguía encontrar.

Abandonó el desierto por un sendero, hacia el oeste, dejando atrás la cuerda que durante la tormenta persistió, pero al amainar el desgaste la había dejado deshilachada y a punto de romperse. Así que decidió anudarla bien a aquella roca y dejarla allí para que descansase como tantas noches él pudo descansar gracias a ella. A lo lejos, pudo ver unas colinas que se amontonaban unas sobre otras y, al fondo, una enorme montaña con tan solo la punta nevada. Se asió bien lo único que le quedaba: el macuto que había llevado sus pertenencias hasta ese momento, y emprendió el camino desviándose del sendero para llegar hasta las colinas.

Cuando llegó, la lluvia casi no le dejaba ver, las gotas corrían por su piel, el viento se arremolinaba a su alrededor y cuando se hubo adentrado lo suficiente, un trueno entonó el canto más hermoso que el muchacho había oído nunca. Un rayo le acarició la mejilla con dulzura, y entre lágrimas de nube, el joven desapareció con un destello, dejando atrás la última de sus pertenencias: su ajado macuto, el que una vez llevó dentro las pertenencias de un niño que soñaba con encontrar una tormenta.

sábado, 20 de abril de 2013

Poema de Helemer y Helena.

En una lejana torre de oro y duro marfil,
vive una princesa a la triste lumbre de un candil.
Aprisionada y acongojada por la pena
con gran descontento susurra muda al viento
que entra en la alcoba y alimenta su vivaz tormento,
llevándose el nombre de la princesa: Helena.

En nombre del rey va en su busca el príncipe Helemer,
raudo cabalga desde el alba hasta el atardecer.
Los cascos del bravo corcel al surcar los prados
trituran el verde y machacan el frondoso añil,
y destrozan los violetas junto al rojo febril,
bajo el árbol ajado de frutos sonrosados.

Al viajar, recuerda el consejo del Arcipreste:
-Jamás dudes príncipe, ve siempre hacia el oeste.
Y frente al desierto ya se encontraba Helemer,
un mar de arenas de cristal que arrancaban la piel.
El viento las llevaba como si fueran papel,
debía darse prisa, empezaba a anochecer.

La noche no le dio culto ni descanso pleno,
una flor del desierto aulla con voz de trueno,
mientras, las arenas chirrían al abrazarse.
Con el susurro fugaz y mudo del vendaval,
Helemer dejaba atrás el desierto de cristal
sin tiempo siquiera de comer o prepararse.

Divisa el puerto el tenaz príncipe allá a lo lejos
fácil a la vista, sin prismas o catalejos,
aquel puerto donde encierran niños mil piratas
y donde Helemer se desvía de su camino
para liberarles y volver a oír el trino
de cien cantos libres de pájaros escarlatas.

Cabalga sobre Azabache con vítores sordos
y no se detiene hasta divisar los fiordos.
De celeste y malvas se cubre de risa un jardín
donde el vil hechicero la guarda con decoro,
a la dama de terciopelo y la ajorca de oro,
cuello albino de cisne y las pupilas de jazmín.

Baja la torre de oro una gárgola carmesí,
con garras de plata y ojos flagrantes de rubí,
la piel rugosa y dura rodeada de hiedra
que custodia la entrada del vergel luminoso,
que al príncipe desafía y este victorioso,
abre de par en par la tenaz puerta de piedra.

Y allí, un colosal coloso coloca escombros,
piedras y metales carga con fuerza a sus hombros.
Solo si ve un intruso deja a un lado su quehacer,
levanta la cabeza y con ojos de diamante
ve como un céfiro de arco le ensarta al instante.
La herrumbre cae, se derrumba, victoria de Helemer.

Aquel que la luz mengua y atrae a la penumbra,
y en penumbra sombra, donde ni un destello alumbra,
donde el príncipe hiende su espada llena de ardor,
donde un grito ahogado deja mudo al hechicero,
donde vence lo único verdadero y certero,
donde resuena el aplauso glorioso del amor.

Escaleras de caracol con polvo de plata,
prisión de zafiro con barrotes de hojalata,
fuera, la damisela feroz que fiel le anhela,
dentro, el inocente el príncipe que fiel la espera.
Cuando la princesa al príncipe por fin libera,
ambos se funden bajo la llama de una vela.

martes, 22 de enero de 2013

Niebla perniciosa.

Pues hoy, en vista de la bruma que rodea mi isla y ciega mis ojos, yo, profundizaré en ella y vislumbraré lo que trata de ocultarme con sus sinuosas curvas y vaivenes caprichosos, que no obedecen ni a viento, ni a marea, ni a tormenta, pues niebla ha madurado, pero agua ha crecido y hielo ha nacido, inmortal entonces, el ciclo se repite sin parar por orden de viento, marea o tormenta.
Si cubres mi mar, imaginaré un océano. Si ocultas mis campos, imaginaré extensiones de verde infinito llenos de rosa, azul y violeta y, si aún así te atreves a taparme una de las islas que desde lejos me vio nacer yo, y solo entonces yo imaginaré un mundo idealizado con océanos, extensiones de verde infinito y tú, bruma perniciosa, estarás ocultando todo lo que yo de verdad no quiero ver.