En un lejano pueblo del sur, donde la lluvia se evapora antes de nacer, el viento solo canta en clave de brisa, y la nieve no existe; vive un joven muchacho con el corazón vacío de ilusiones. Como casa; cuatro maderas sujetas a unas cuerdas. Como juguetes; poco más que una piedra y una rama de árbol seca.Y como familia; siquiera la luna, donde un vagabundo errante le dijo que estaban sus padres, le mira por las noches.
Un día de sol como cualquier otro de aquel lugar, decidió coger una madera de su casa, la cuerda que la sujetaba, la rama seca con la que jugaba y la piedra. Las metió en un macuto humilde y ajado que guardaba desde que la memoria le permitía recordar, y se dispuso a seguir el camino de tierra que llevaba a tierras lejanas, tierras en las que hacía tiempo, de boca de un vendedor ambulante, escuchó que habían tormentas.
El joven muchacho estaba cansado del sol y la brisa, del buen tiempo y del susurro enmudecido del agua del mar, quería ver como el viento se arremolinaba y levantaba árboles y ciudades enteras, quería ver como la lluvia se lleva lo malo y deja solo mantos verdes sobre las colinas, y quería ver como un rayo le acariciaba suavemente el pelo mientras él se dormía oyendo el canto de los truenos.
El camino solo tenía una dirección, pero cuando decidía dar a luz a un nuevo sendero, el muchacho siempre escogía el oeste.
Apenas pasaron unos días y, alimentándose de los frutos que daba un naranjo, ya atrás en el camino, encontró por casualidad a un vagabundo: el mismo que hacía años le había contado que sus padres estaban junto a la luna. Le dijo buenos días, y el muchacho respondió con educación. El vagabundo descansaba bajo la sombra de un árbol, con la pierna tan hinchada que no podía moverse, y vio que el muchacho tenía una tabla de madera larga con la que él podía apoyarse y llegar hasta una ciudad donde recibir ayuda, así que se la pidió. Sin escatimar tiempo, el joven se quitó de la espalda la tabla de madera que una vez le sirvió de techo, y se la ofreció al vagabundo, que emprendió su camino usando la tabla como apoyo para no utilizar su pierna herida.
El muchacho se sentía ahora más ligero sin el peso muerto del madero. Podía ir más rápido hasta unas montañas repletas de nieve que veía lejos, casi fundiéndose con el horizonte. Con paso suave, pero decidido, comenzó a correr. Corrió sin parar un solo momento hasta que por fin pisó la nieve que caía en la falda de una de aquellas montañas. Al mirar al cielo vio como caía sin cesar nieve que se arremolinaba con un fuerte viento que le hacía perder el equilibrio. Pero aquello no era lo que él buscaba.
Dejó atrás las montañas y siguió el camino hacia el oeste, hasta encontrarse con unas gigantescas paredes de roca que no le dejaban ver la luz de sol: estaba en el fondo de un desfiladero. Decidido, se adentró sin miedo en aquel lugar. A mitad de camino, una enorme águila descendió desde su nido para atacarle. El muchacho se impresionó, de cerca el águila era veinte veces más grande que él; si le conseguía alcanzar con las enormes garras que tenía, le arrancaría la piel en un abrir y cerrar de ojos. Sacó la rama seca y la piedra que antaño le abstrajeron de la desdichada vida que llevaba, y las usó para defenderse. Al golpear al águila con la rama, esta se partió, y al arrojarle la piedra, esta se perdió. La enorme ave se alejó volando y regresó a su nido. El niño continuó por el angosto sendero hasta conseguir salir.
Descendiendo por el camino hacia el oeste, se topó con un desierto más caluroso aún que las tierras del sur de las que había venido. A medida que se adentraba, el viento empezaba a arremolinarse y a formar pequeños tornados de arena. El muchacho pensó que vería una tormenta despiadada y feroz si esperaba un poco más, así que se ató por la cintura la cuerda que le había servido una vez de sujeción para su tejado, y la anudó bien fuerte a una roca. La tormenta fue majestuosa, levantaba cactus centenarios con ráfagas de viento que podían verse a simple vista. Pero no era lo que el joven buscaba. Aquella tormenta estaba vacía, no tenía el calor que él pensaba que debía tener el azor que no conseguía encontrar.
Abandonó el desierto por un sendero, hacia el oeste, dejando atrás la cuerda que durante la tormenta persistió, pero al amainar el desgaste la había dejado deshilachada y a punto de romperse. Así que decidió anudarla bien a aquella roca y dejarla allí para que descansase como tantas noches él pudo descansar gracias a ella. A lo lejos, pudo ver unas colinas que se amontonaban unas sobre otras y, al fondo, una enorme montaña con tan solo la punta nevada. Se asió bien lo único que le quedaba: el macuto que había llevado sus pertenencias hasta ese momento, y emprendió el camino desviándose del sendero para llegar hasta las colinas.
Cuando llegó, la lluvia casi no le dejaba ver, las gotas corrían por su piel, el viento se arremolinaba a su alrededor y cuando se hubo adentrado lo suficiente, un trueno entonó el canto más hermoso que el muchacho había oído nunca. Un rayo le acarició la mejilla con dulzura, y entre lágrimas de nube, el joven desapareció con un destello, dejando atrás la última de sus pertenencias: su ajado macuto, el que una vez llevó dentro las pertenencias de un niño que soñaba con encontrar una tormenta.
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