Donde van a parar los borradores, la imperfección, lo incompleto... a la última hoja de mi libreta...

martes, 24 de septiembre de 2013

El mundo pintado.

Bajo las nubes negras de las refinerías, sobre el lecho de podredumbre del desecho humano, en una ciudad alejada de la historia; vive una niña infeliz a la que solo le queda soñar para poder escapar del mundo en que vive.

Con el cuerpo lacrado y su inocencia hecha jirones, busca día a día comida junto a las ratas para evitar que su madre, quien solo tiene ojos para la bebida, acabe por morir de hambre. Su padre, tiempo atrás un buen hombre, se ahogó en deudas y decidió gastar lo poco que le quedaba en una soga.

La niña, sin poder articular palabra alguna por el trastorno de su desdichada vida, camina cada día por las calles de la vergüenza mientras observa al elegante gentío que las transita. Su mirada, que aún conserva algo de curiosidad, se detiene en los pequeños detalles: el perfumista de la tienda de la esquina, con su bigote elocuente y extravagante, que intenta constantemente engañar a mujeres que desean sobre todas las cosas la juventud eterna; el ciego de delante de la cloaca, que sostiene constantemente una lata con la esperanza de que un día entre en ella más dinero del que sale; el mercader ambulante, quien vende cosas tan extrañas como útiles, y quien siempre tiene su enorme macuto lleno de tesoros de otros mundos; el juguetero, que explota a su joven empleado con la insulsa promesa de que, trabajando para él, conseguirá pagar una muñeca de porcelana con la que podrá demostrar su amor a la muchacha que le roba el sueño por las noches.

Pero quien más llama la atención a la pobre niña es el dibujante que vive dos calles más arriba del lugar al que antaño llamaba "hogar". Siempre que mira a través de su ventana le ve dibujando y pintando lugares extraordinarios, muy alejados de la realidad en que ella vive.
Un día, la casualidad quiso que el dibujante la viera fisgoneando a través de la ventana y, ávido de poder, la llevó dentro de su casa, donde hizo añicos lo poco que quedaba de inocente en la niña. Cuando se dio por satisfecho la tiró fuera, junto a la lluvia de ceniza negra, donde pasó largo rato sin inmutarse. Quizá, hace dos años hubiera llorado, pero en su diminuto cuerpo lacrado ya no quedaba una sola gota más que pudiera derramar.

Para sorpresa de la niña, cuatro hombres enormes y musculosos se dirigieron hacia ella con actitud iracunda. Sin embargo no era a ella a quien buscaban: aquel grupo de hombres buscaba al dibujante. Sin conciencia y ahora también sin vida, el dibujante yacía junto a la niña. Entonces ella se levantó junto al dolor punzante de sus muslos y se dirigió hacia dentro de la casa, para poder así ver las ventanas de pintura que el dibujante había conseguido crear.
 
Casi sin saber por qué, la niña cogió las pinturas del dibujante, se puso de cuclillas y empezó a verterlas por el suelo haciendo pequeños montones de color. Acto seguido, cogió un pincel y comenzó a pintar en un lienzo blanco y limpio. Era tan blanco y tan limpio, que lo primero que le vino a la cabeza fueron campos nevados tan extensos que nadie jamás pudiera encontrar el camino de vuelta si se perdía en ellos. 
 
Dibujó líneas que dieron forma a colinas de nieve espesa, dio pinceladas de color que se transformaron en abetos y aves. Con pequeños roces de un azul grisáceo creo ráfagas de viento que desviarían la polución en que vivía, y con marrón y negro creó un gigantesco oso pardo que actuaría como el guardián de las colinas nevadas. Y en mitad del cuadro, justo en lo alto de la más alta de las colinas, un castillo; en el que la niña viviría feliz y sola. 
 
Toda manchada de pintura y hollín, fue corriendo al cuarto del dibujante donde recordaba haber visto una muñeca de trapo tan sucia y triste como ella. La vio sujetada por una mano inerte no más grande que la suya, se la arrebató, y volvió corriendo para contemplar el mundo que ella misma había pintado.

Se quedó allí contemplándolo hasta que por fin sintió como la nieve le enfriaba las mejillas, y como el viento zarandeaba los abetos y llevaba el rugido del guardián de las colinas nevadas hasta su ventana, desde donde podía vigilar su blanco y solitario mundo pintado.